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División territorial del trabajo de la Ciudad de México en el siglo XVII

 

La Ciudad de México se distinguía de otras ciudades en el mundo por su particular movimiento, pues fue ella una de las grandes ciudades coloniales en las que se podía ver el contraste de ricos españoles paseando por las calles y esclavas negras sometidas al régimen esclavista desde el día de su nacimiento, tanto por la ley de las Siete Partidas[1], como por la creencia de que la raza negra carecía de alma (razón por la que fue abolida la esclavitud indígena, más no la india). La división del trabajo era clara y ésta se representaba objetivamente en el espacio: españoles al centro e indígenas y negros en los barrios circundantes; españolas “decentes” guardianas del honor y prostitutas de otras castas necesarias para aliviar la infidelidad de la pareja monógama, pues era preferible que se fuera infiel con una mujer pecadora a que se incitara a una buena alma hacia esos caminos.

España no sólo transmitió la religión y la sociedad patriarcal, sino que  trajo a América todas sus técnicas y las impuso, permitiendo de esta manera, que el nuevo continente entrara de lleno al mercado mundial y a la formación de un mundo capitalista[2]. La idea de un posible progreso en las nuevas tierras, hizo que muchos españoles migraran a la Nueva España, siendo los migrantes en su mayoría hombres, pues a las mujeres no se les permitía viajar por encontrarse sempiternamente en un estado de minoría de edad, es decir, supeditadas a la supervisión de un hombre.

La carencia de mujeres españolas y la libertad con la que se vivía en la Nueva España (por estar tan alejada alguna autoridad que supervisara el comportamiento de los migrantes),  hizo posible que los españoles comenzaran con el proceso de mestizaje. Además, las pocas mujeres españolas que venían a América, venían en condición de conservadoras del honor de la familia, es decir con sus esposos o con la disposición de entrar a algún convento. Así, las mujeres mestizas, mulatas y negras utilizadas como una liberación a toda la represión sexual existente, tuvieron que vivir en una sociedad que las discriminaba por ser mujeres, de castas inferiores y además impuras. La manera que encontraron para sobrevivir, en general fue, o la esclavitud, o el servicio doméstico o la prostitución. La sociedad novohispana estaba llena de monjas guardianas del honor por un lado y de madres solteras por el otro.

Las relaciones entre mujeres y hombres en el seno de la institución familiar quedaron perfiladas como parte de la vida privada de las personas, pero con una enorme trascendencia pública, ya que la familia fue considerada pilar de la sociedad.  También fueron privilegiadas y más constreñidas las mujeres españolas, pues ellas eran las encargadas de transmitir los valores y la vida  española deseada  (Morant, p. 528). Hablamos de una sociedad que se basaba en la obediencia de la mujer, su trabajo era mantener un orden social: eran perseguidas y a la vez ejemplo a seguir.

La vida estaba ya estructurada, cada quien tenía un papel que representar en la sociedad y al hacerlo  estaban garantizando su funcionamiento. Las cosas no estaban dadas desde un principio, sino que fueron consecuencia de distintos procesos formadores. La estructura social no es inamovible, sin embargo su propiedad de larga duración puede hacernos creer que así es. Nueva España era ciudad de contrastes, pues al centro de la ciudad de México uno podía sentirse en Europa misma, con bellos edificios y gran cantidad de conventos, pero salir del cuadro principal significaba darse cuenta de la miseria en la que se vivía. Lo que se  producía en Nueva España y el trabajo de los indígenas y de los negros no era ni para ellos ni para la región, estaba alienado. España aporto la técnica, el mundo negro  e indígena el trabajo humano.

A lo largo de los siglos XVII y XVIII, la gran propiedad se consolidó dando lugar  formas de vida que relacionaban lo rural con lo urbano, generalmente porque la vida de los hacendados propietarios tenía lugar en las ciudades, que se convirtieron en el lugar de la escenificación del poder de los diversos grupos sociales. Es desde este momento en que se comienza a desarrollar una urbanización, como resultado  de los excedentes de producción en el campo y la mayor movilización de las mercancías. Aunque  la clase dominante seguía siendo  agrícola, su vida y su status se tenían que ver reflejados en la ciudad. En la época donde el encierro era la clausula máxima, el presumir el encierro era la mejor manera para obviar el status. Fue esta sociedad quien tomó  en serio, más que nunca antes, la individualidad y que, sin embargo, debía hacerlo en conjunto para que ésta tuviera alguna repercusión. He aquí la importancia de los conventos, tanto de monjas como de frailes.

 

  • Morant, Isabel (2005) Historia de las mujeres en España y América Latina II. El mundo  moderno. Editorial Cátedra. España.
  •  Santos, Milton (2000) La naturaleza del espacio. Ariel. España.

[1] Código legal  elaborado en el siglo XIII bajo el reinado de Alfonso X, que mencionaba que se nace esclavo cuando se es hijo de madre esclava y que la condición servil era perpetua.

[2] Como ya se ha mencionado, esta condición no es estricta. El pasado y el presente pueden convivir en un mismo tiempo. El pasado sigue vivo en el presente, sigue participando hoy día.

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Los conventos de monjas como espacios cerrados de melancolía.

El ambiente que se vivía en los siglos XVI y XVII era de misticismo y melancolía. Ambientes creados por una exacerbación religiosa materializada en todas las ciudades católicas de Europa y América, a través de iglesias y conventos, mediante mujeres encerradas en sus hogares, identificada con calles escasas de mujeres, o con alguna que otra tapada de cabo a rabo. Misticismo que provocó la fundación de instituciones como la Inquisición y melancolía que causó que muchas mujeres de la época se volvieran locas, y que sin embargo ellas creyeran que estaban sintiendo la “mano divina”.

La sociedad patriarcal novohispana, y en general de todo el mundo barroco, se caracterizó por ser una sociedad de interiores, del “yo”, y de los espacios privados.  Eso era debido a una disociación que se había hecho del ser humano: el mundo de lo material y el mundo de lo ideal, es decir el espíritu y el cuerpo.  Nadie ponía en duda que la persona estuviera formada por un cuerpo y un alma, que se hallara dividida entre la carne y el espíritu. De un lado, lo perecedero, lo corruptible, lo efímero, lo que habrá de convertirse en polvo; del otro, lo inmortal. Así el cuerpo se interpretó como una envoltura, como un habitáculo, como un ámbito cerrado.  (Ariés y Duby, p. 540)

Había que proteger el alma, que cultivarla, que alabar a Dios y aspirar a su perfección. Sentimiento generalizado fue el de la pretensión divina. Tanto hombres como mujeres tenían visiones en las que Dios, el diablo o la Virgen María se les revelaban, todo ello no fue más que invención de sus cabezas provocada por sus largos ayunos o penosas penitencias. Se aspiró a la reclusión máxima, a ignorar la parte material de nuestro ser: el cuerpo, pues él era debilidad y significaba vida terrenal, superflua. Lo que se logró fueron casos graves de histeria y locura, ¿quién podría vivir ignorando su propia materialidad?

Para la sociedad barroca fue necesario velar sobre el cuerpo, y muy especialmente sobre los huecos que horadan la muralla y por los que podría infiltrarse el enemigo. Los moralistas incitan a montar la guardia ante esas poternas[1], esas ventanas que son los ojos, la boca, los oídos, la nariz; ya que es por ellos por donde penetran el gusto del mundo y el pecado, la corrupción (Ibídem, p.542). Fueron las mujeres a quienes más se consideró propensas a pecar, tanto por la idea bíblica de que Eva ofreció la manzana a Adán, como por tener ellas gran cantidad de curvas en el cuerpo, o lo que es lo mismo, mayores huecos por donde podría penetrar el pecado.

  • Duby, George (2001) Historia de la vida privada II. Del renacimiento a la vida modera. Taurus, España.

[1] Puertas secretas que se encontraban generalmente en castillos y que servían como salidas alternativas en caso de emergencia.

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División eclesiástica de la Ciudad de México en el Siglo XVII

No se puede comprender la territorialidad de los conventos de monjas sin explicar la división eclesiástica que existía en la Ciudad de México. Es importante entender que los conventos de  monjas fueron un territorio, si bien supeditado al poder masculino, que también detentaba cierto poder, tanto económico y simbólico como de clase. No todos los sectores de la población podían acceder a los conventos, estos eran exclusivos de personas que tuvieran los recursos económicos suficientes para pagar la dote, así como españoles, o alguno que otro mestizo que tuviera sangre de la realeza indígena en sus venas. Se admite que hubo sus excepciones, pero en general así era la organización y jerarquización conventual.

En cuanto a la división eclesiástica Ernest Sánchez Mora, en su ensayo El nuevo orden parroquial de la Ciudad de México: Población, etnia y territorio (1768-1777), nos menciona lo siguiente:

La composición de la Ciudad de México era tripartita: las ciudades hermanas Tenochtitlán y Tlatelolco, así como la ciudad española, incrustada entre ellas, México. Así en correspondencia a la constitución de la “república de indios” y la “república de españoles”, entre 1524 y 1534 se conformó una estructura eclesiástica basada en el principio de separación, según el cual los españoles residentes en la ciudad recibían los sacramentos en una única parroquia, el Sagrario, mientras que los indígenas eran atendidos en las parcialidades denominadas barrios de San Juan Tenochtitlan y Santiago Tlatelolco.

Esta separación política, adquirió forma urbana mediante la delimitación de la traza. Ejecutada mediante calles organizadas ortogonalmente por Alonso García Bravo en 1521, esta área se reservó para la población española, toda vez que se obligó a la población indígena a trasladarse a los barrios. En San Juan Tenochtitlan quedaron cuatro barrios de origen prehispánico: Cuepopan, al noroeste; Atzacoalco, al noreste; Teopan, al sureste; y Moyotla, al suroeste, mientras que al norte quedó la parcialidad de Tlatelolco. Esta distribución quedó plasmada en la división eclesiástica de la ciudad, de tal forma que en 1534 ya existían cinco doctrinas de indios, Santiago Tlatelolco, San Pablo Teopan, San Juan Moyotla, San Sebastián Atzacoalco y Santa María Cuepopan; y una parroquia de españoles,  el Sagrario.

En relación con la estructura eclesiástica, en 1568 se crearon dos nuevas parroquias de españoles, la de Santa Caterina, al norte de la traza, y la de Santa Veracruz, que abarcaba el Occidente de la ciudad. En  ese momento empezó a producirse una “anomalía” en la administración parroquial de la ciudad de México en la medida que sobre un mismo territorio se superponían dos jurisdicciones eclesiásticas que atendían la etnia de los feligreses.  Esta superposición se hizo más compleja con la subdivisión de las parroquias de españoles y las doctrinas de indios a lo largo del siglo XVII. En 1610 se creo una doctrina “sin territorio” de indios vagos y extravagantes, gobernada por los dominicos, que atendía a indígenas de origen foráneo que se encontraban sin parroquia fija en la ciudad de México.

Con lo anterior podemos darnos cuenta que la organización de la ciudad se basaba en las desigualdades y en la diferenciación de la población, aunque a pesar del deseo riguroso de separación ésta no pudo ser totalmente lograda, pues los indígenas entraron dentro de la traza y los españoles salieron de ella. Sin embargo, y regresando a la espacialidad de los conventos, puede observarse como la mayoría de estos se encontraban dentro de la traza principal, pues a fin de cuentas estos conventos de mojas eran lugares de estatus y lugares para mujeres, se les debía proteger no sólo al interior  de una edificación, sino en el corazón de la ciudad, era una manera de mantenerlas observadas y protegidas, alejadas del pecado indígena, ocultas pero a la vez lo suficientemente a la vista para reafirmar su posición en la sociedad.

Para reafirmar la traza de la ciudad de México se presentan a continuación dos planos tomados del ensayo de Sánchez Mora, en los cuales podemos ver las parroquias españolas e indígenas de 1690 a 1768.

Haz clic para acceder a EHNO3003.pdf

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La Ciudad de México en 1867

A continuación se muestra un mapa de la Ciudad de México en el año de 1867. Si bien este no es el siglo que se está abordando, servirá para darnos un referente de lo que constituía la ciudad para esos años. Además en este mapa se nos muestran las Iglesias, parroquias y servicios públicos con los que contaba la ciudad de México, permitiéndonos de esta manera no sólo localizar los conventos que aún persistían (aunque no con la misma función) en el siglo XIX, sino también darnos cuenta de que existieron en la Ciudad de México otro sinnúmero de Iglesias, conventos (de monjes) y colegios. El mapa es un acercamiento a la Ciudad de México del siglo XVII. Hay que observar que si bien para mediados del siglo XIX la Ciudad de México seguía siendo prácticamente el centro de la actual ciudad, para el siglo XVII las dimensiones se reducían aún más. Y sin más preámbulos dejo aquí el mapa para su análisis.

Espinoza Luis J.M Álvarez (1867). Plano de la Ciudad de México. Litografía. 78×106 cm. No. Clasificador 230-CGE-725-A. Consultado de la Mapoteca Orozco y Berra: http://www.siap.gob.mx/index.php?option=com_content&view=article&id=66&Itemid=389

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